Entre los
navegantes a vela, o “traperos”, se suele denominar “camioneros” a los que
navegan en barcos de motor. Pero hay camiones y camiones.
“Camiones de
diseño”, “superfashiondelamuerte” de aire futurista que “fardan” mucho,
planeadores de alta velocidad, pero que no sirven para casi nada más que
lucirse. No aguantan mar, no tienen apenas autonomía y consumen lo que no está
escrito.
Pero también
hay barcos a motor oceánicos de desplazamiento que son todo lo contrario, como
este Nordhavn de casi 60 pies de eslora máxima, aunque parecía mucho más
grande.
Con autonomía para cruzar el Atlántico con sus más de 7.500 litros de
combustible y una velocidad de crucero de unos 8-9 nudos. Un motor principal de
340 cv, otro secundario de emergencia de unos 90 cv y dos generadores de 20 kw
y 12 kw respectivamente. Potabilizadora de 140 L/h, etc, etc. Es decir, con
todo el equipamiento para la navegación y confort que se pueda imaginar.
Tres días
después de volver de la travesía de Holanda, surgió la oportunidad de bajar
este confortable trawler desde Galicia hasta Marruecos y, acompañando a su
armador escocés, fuimos Carlangas y yo.
La
predicción meteorológica no podía ser mejor y a final de mayo zarpamos del
puerto de Muros con intención de navegar del tirón hasta Tánger.
El armador
nos enseñó el barco, explicándonos el funcionamiento de todo. Un cursillo
rápido e intensivo. Si los instrumentos del puente ya parecían completitos, casi todo duplicado en el flybridge, no
eran nada comparado con lo que encontramos en la sala de máquinas.
Teníamos una
hoja con un “Check-list” para realizar un chequeo de instrumentos de puente y
elementos de la sala de máquinas que teníamos que comprobar y anotar cada uno
de nosotros al entrar de guardia.
El armador
estableció tres guardias de cuatro horas durante el día, de 9 a 21h y seis
guardias de dos horas durante la noche, de 21 a 9h. Así que 15 o 20 minutos
antes de entrar de guardia teníamos que empezar el chequeo. Todo muy
organizado, y aunque al principio parecía complejo, pronto nos hicimos con la
rutina.
Con la
check-list en la mano se bajaba a la
sala de máquinas, te ponías los cascos de insonorización y empezabas el chequeo
de popa hacia proa. Primero, en la sala del timón, se comprobaban todos los
manguitos del hidráulico del piloto automático y sus brazos, la transmisión del
timón, su eje y las conexiones de baterías. Pasabas a la sala de máquinas
propiamente dicha, mirabas los filtros de agua, especialmente una caja con tapa
de cristal, situada en la sentina, en la que comprobabas que el circuito de
agua de refrigeración del motor mantenía su nivel. Habitualmente había que
abrir una palanca para cebarlo, pues tendía a bajar. Se echaba un vistazo al
fondo de la sentina para ver si tenía agua y se miraba el eje de la hélice.
Después un vistazo general a los entresijos del motor para comprobar que todo
estaba ok y ningún manguito goteaba. Por último se revisaban los niveles
visuales de los depósitos de combustible, los manómetros y termómetros y
finalmente un vistazo a los brazos de los estabilizadores, con sus manguitos de
líquido hidráulico.
Si estaba
todo ok se marcaba cada cosa con una muesca en la hoja, de lo contrario se
anotaba cualquier anomalía que se observase. Subías al puente y anotabas una
serie de valores de la pantalla de control del motor. Presiones, temperaturas,
horas, niveles, etc. Finalmente millas, velocidad, revoluciones, posición, hora
y día y firmabas en la casilla de tu guardia.
Nunca había
navegado en un barco tan controlado.
En el
puente, cuatro pantallas de ordenador. En la de babor, la sonda gráfica durante
el día y el radar durante la noche. En las dos centrales el chart-plotter-AIS,
uno con una escala más general y otra con más detalle. En la pantalla de
estribor los indicadores de control de todos los sistemas de a bordo y del
motor.
Durante el
día, fuera de guardia, podías hacer lo que quisieras, aunque solíamos
permanecer en el puente acompañando a quien estuviese de guardia, pero también cocinar
o fregar, leer, descansar o simplemente disfrutar del buen tiempo.
Durante las
guardias de la noche, bastante tenías con observar las luces de otros barcos y
comprobar sus rumbos en el AIS. Y si salías al exterior, siempre con el
chaleco.
Dejamos pues
la Ría de Muros-Noia, como dije, con unas condiciones de tiempo magníficas.
Así
que, aparte de lo que comenté antes, poco había que hacer además de disfrutar
de la travesía. Algún delfín, un par de tiburones perezosos o algún que otro pájaro.
Y, por supuesto, las espectaculares puestas de sol en el mar o sus amaneceres, siempre
irresistibles de fotografiar y contemplar.
Llegados a
aguas portuguesas optamos por navegar siguiendo el límite de la plataforma
continental para evitar los frecuentes aparejos de pesca en esa zona. A pesar
de ello, en la mañana del segundo día, en el lugar menos imaginable, pues
estábamos pasando el valle submarino de Nazaré, con una profundidad de unos mil
metros, justo antes de las Islas Berlengas y Faralhoes, enganchamos un aparejo
que se encontraba a la deriva. Metros de cabo grueso que flotaba entre dos
boyas. Afortunadamente lo enganchamos con el bulbo de la proa y paramos
rápidamente la máquina. Menos mal que la mar estaba tranquila y era de día.
Lo cogimos
desde la proa con el bichero y dimos atrás. Estábamos a punto de librarnos
cuando el cabo se enganchó en uno de los estabilizadores laterales, por lo que
tuvimos que picar un trozo, que subimos a bordo, y el resto se fue al fondo.
Unos treinta minutos más tarde continuamos adelante.
Obviamente
más aburrido que la navegación a vela, pero por lo menos, con esas condiciones
de mar, resultaba mucho más confortable.
Navegamos
bordeando el dispositivo de separación de tráfico de Cabo da Roca y a rumbo
directo hacia Cabo San Vicente, que doblamos a la mañana siguiente.
A partir de
ahí la mar empezó a aumentar.
El sistema
de estabilizadores funcionaba impecablemente. Apenas se notaba el movimiento a
bordo.
Durante la
noche, en pleno Golfo de Cádiz, las condiciones de mar y viento arreciaron
considerablemente y aminoramos ligeramente la marcha. El parte meteorológico
para la zona del Estrecho de Gibraltar anunciaba fuerte marejada,
ocasionalmente mar gruesa, con vientos de levante de entre 35 y 40 nudos,
amainando bastante un par de días más tarde.
Así que
Cameron, el armador, nos comentó la posibilidad de dirigirnos al puerto más
cercano a esperar y así cruzar el Estrecho en mejores condiciones. Contemplamos
la posibilidad de dirigirnos a Cádiz, o mejor Puerto Sherry. Pero estábamos
algo más cerca de Mazagón, en Huelva. Cambiamos pues el rumbo y nos dirigimos allí.
Era la 01:00h cuando terminamos de amarrar en el puerto deportivo de Mazagón.
Al día siguiente
no teníamos prisa en zarpar, pues no nos separaban muchas horas del Estrecho.
Dimos un buen baldeo al barco y fuimos a comer a tierra, frente a la playa. Las
Dunas, creo que se llamaba.
Después de
la siesta, Carlangas se curró un tortilla de patata para la cena, en previsión
de que llegado el momento la mar estuviera agitada. Y a última hora de la tarde,
con la puesta de sol, zarpamos de nuevo para hacer las últimas cien millas.
Navegamos
toda la noche, a un ritmo moderado. Las olas nos entraban por la amura, pero
los estabilizadores cumplían muy bien su cometido.
El cielo empezó a ponerse
rosa intenso, naranja y amarillo luminoso poco antes de atravesar el
dispositivo de separación de tráfico del Estrecho, que hicimos con luz de día.
Con el
tráfico habitual en esa zona, tuvimos un cruce curioso. En la distancia no se
apreciaba muy bien, tampoco aparecía en el AIS. Una especie de torre que sólo
con los prismáticos pude identificar. Se trataba de un submarino navegando en
superficie que, cuando estuvo más cerca, nos maniobró para dejarnos pasar
¿Sería una cortesía debida a nuestro pabellón? Sin duda se trataba de una nave
británica rumbo a Gibraltar.
Y así, sin
más percance, arribamos a Tánger al mediodía.
Nos
dirigimos a la nueva marina de Tánger, Tanja Marina Bay, aún bastante vacía, y
amarramos en el pantalán de transeúntes.
Pasados los
trámites de aduanas y de la marina, nos dimos una ducha y comimos algo ligero
en uno de los restaurantes del puerto.
Por la tarde
Carlangas y yo nos fuimos a dar una vuelta por la vieja medina. Qué maravilloso
caos. El gentío mezclado con coches, motos, bicis, carros y animales. Los
olores… qué buenos recuerdos me trajo.
Por
desgracia la visita no daba para más, pues al atardecer teníamos que volver al
barco para darle un fregado en condiciones y moverlo a la plaza asignada.
Maniobra algo complicada debido al viento y a las boyas de las coderas que hay entre
los pantalanes.
Planificamos bien la maniobra y finalmente dejamos el barco
amarrado en su plaza.
Cenamos
a bordo en una velada agradable en la que Cameron nos sorprendió con un pequeño
recital de guitarra. Todo un pozo de sorpresas. Magnífico!
Al amanecer
un taxi vendría a buscarnos para llevarnos al aeropuerto y vuelta a casa.
Como siempre, un placer leerte. Me daba pena que abandonaras el blog. Eres un referente.
ResponderEliminarBuena proa siempre.
Muchas gracias. Intentaré mantener el blog activo, cuando vaya teniendo tiempo. Saludos!
ResponderEliminarGracias por compartir estas travesías. Casi las vivo. Un abrazo
ResponderEliminarHola, Jorge,
ResponderEliminarAcabo de descubrir tu blog.
Había sabido de tu gesta atlántica (soy natural de Pontedeume), pero tardé en asociar una cosa con la otra...
Te felicito por las millas, por el detenimiento de narrarlas, y por esas acuarelas. El violín también promete.
En fin, que eres el marino integral: ¡el Jack Aubrey del siglo XXI! :)
Suerte con todo y un saludo.
Je,je... Muchas gracias, vilancho ;-) Vuelve cuando quieras. Saludos!
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