Parafraseando el título del libro de la navegante
neozelandesa Naomi James, pero salvando las distancias.
Al menos una vez al año me gusta hacerme una travesía más o
menos larga, en solitario, para no oxidarme. Aunque lo cierto es que cada vez
me da más pereza navegar solo, será porque el proceso de oxidación es inherente
al cuerpo humano. Quizá también en esta ocasión sería por el ajetreo y
cansancio acumulado últimamente, incluido el mismo día de la partida, y porque
el barco no era demasiado cómodo, un pequeño Jeanneau de 7,50 metros, con orza
abatible, un fuera borda de 8 cv, VHF, sonda, piloto automático y punto.
Sin apenas tiempo para revisar el barquito y aprovechando un
hueco de bonanza meteorológica, zarpé el
miércoles a las 19:30 h del puerto de Sada, con un noroeste de unos 15 nudos,
para dirigirme a Baiona, 120 millas al sur.
Como casi siempre que salgo en travesía solo, me invadía un
ligero desasosiego inicial, quizá algo más acentuado en esta ocasión por el
cansancio del día, por la fragilidad del barco (uno se está acostumbrando ya a
la “burra grande”) y porque casi de entrada me enfrentaba a la noche sin
conocer el comportamiento del barco. Prueba de ello es que ya al doblar la
punta del dique me coloqué el chaleco/arnés, que he de reconocer, no es un
hábito en mí cuando me siento seguro (niños, esto no se hace).
Salí de la Ría con el fueraborda, mientras izaba la mayor,
comprobaba el funcionamiento del brazo del piloto, buscaba el equipamiento de
seguridad y echaba un vistazo a lo que había en el barco.
Antes de llegar a La
Marola (Islote que marca, por el lado sur, la salida de la Ría de Ares) pude
caer unos grados a sotavento, desplegar el génova y levantar el motor,
navegando primero de ceñida y poco a poco a un descuartelar, través, más tarde
a un largo.
Cogí el timón a la mano para negociar mejor la ola y
disfrutar un poco del navegar alegre del barco. Nada más cruzar por delante de
la Ría de La Coruña un primer cruce apurado con un mercante, pero sin
problemas. Con la Torre de Hércules por el través de babor, en la proa las
Islas Sisargas 23 millas hacia el oeste, navegaba con viento fresco rumbo a la
puesta del sol.
El viento fue rolando poco a poco, primero al norte, más
tarde al nordeste y fui abriendo velas.
La puesta de sol y el crepúsculo en el mar nunca deja de
fliparme. Empezaba a refrescar y sobre todo a notarse la humedad y me preparé
para la noche (aún no estrené el nuevo traje de aguas J)
Pasé Las Sisargas a eso de las doce de la noche, por fuera,
para dejarme de líos. La visibilidad era buena, se distinguían los faros con
nitidez y además un cuarto de luna creciente aportaba una notable claridad.
Caí unos grados a babor para arrumbar directamente a Cabo
Vilán, cuya luz se distinguía en la distancia, navegando en popa, pero el
viento iba flaqueando.
Me hacía cierta ilusión volver a navegar con mi viejo GPS,
que ya era de mi padre…, a un paso intermedio del método tradicional, utilizando
al menos las cartas de navegación para sacar las coordenadas de los puntos de
paso y las piedras jodidas e introducirlas en el GPS, que como va a pilas, sólo
encendía de vez en cuando.
El sueño empezaba a vencerme, pero con la cocacola y la
música lo fui llevando, mientras la humedad empapaba la cubierta.
Se veían muchas luces de pesqueros faenando, pero apenas
tuve ninguno cerca, ciertamente una noche tranquila. Doblé Cabo Vilán y más
tarde Cabo Touriñán, empezando a clarear al estar al través de Cabo La Nave,
junto a Cabo Fisterra.
Con el amanecer, al paso de Fisterra, la mar estaba aún más
calma, con una suave brisa de popa me apoyaba con el motor. Todo estaba
despejado y en calma, nos se veía ningún barco alrededor y aproveché para dar
un par de cabezadas, de unos diez o quince minutos, escaso pero suficiente,
pues al menos tenía que cerrar los ojos
y desconectar un rato. Es curioso, pero en contra de lo que te puedes esperar,
esa tensioncilla que tienes al navegar en solitario hace que te despiertes como
un resorte a los diez minutos (si te has programado así) o si sientes alguna
variación o ruido no identificado. No tanto si la cosa va de varios días.
A una media de entre 5,5 y 6 nudos fui alcanzando los Bajos
de Corrubedo, donde puse rumbo a la boca norte de la Ría de Vigo, para pasar
por dentro de las Islas Cíes.
El día estaba luminoso y tranquilo, mientras la brisa se iba
calentando y animándose.
Un par de delfines vinieron a jugar un rato y cuando les
dejé de hacer caso empezaron a dar saltos y a salpicar para llamar mi atención…¡vaya
par de díscolos!
Frente a la Isla de Ons pasé junto a una draga que también
me llamó la atención, pues parecía que se había quedado sin máquina y utilizaba
el brazo de jirafa de una pala excavadora que llevaba en cubierta para remar
por ambas bandas como si de una canoa se tratase. Curioso método!
Al medio día navegaba ya por el lado interior de las Cíes,
que lucían resplandecientes, curiosamente con pocos barcos en sus fondeaderos.
Debe ser que el control del Parque Natural de las Islas Atlánticas funciona.
Pasé el canal de dentro de las Islas Estelas para meterme en
la Ría de Baiona y poco después, ya en la rada, arrié, preparé la maniobra de
atraque y me dirigí al amarre, finalizando así la travesía, que me llevó 21
horas.
Cansado, con sueño pero satisfecho, y el barco se portó muy
bien. ¡Bravo Ruliño!
Otra ( bajada ) mas y van ...... Leerlo me hace revivir las que yo efectué, eso si , nunca en solitario . Un abrazo
ResponderEliminarNi se sá... :-) Pero por mucho que se pase por ahí, sigue resultando espectacular, verdad?
EliminarUn abrazo, Eddy.
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