Por mucho que se repita una ruta no quiere decir que las
travesías sean iguales, ni mucho menos, aunque lo pueda parecer. Cada una de
ellas tiene algunas singularidades o momentos especiales por las que las
recuerdas.
Durante la segunda quincena de mayo hemos “rescatado”, o al
menos hemos hecho lo posible para poder llevar desde Valencia hasta La Coruña a
un velero que estaba necesitado de cariño y cuidados en una travesía que,
plagada de buenos momentos, la gran mayoría, seguramente recuerde por la
penúltima noche de navegación, en la que no lo pasamos tan bien. Quizá también
por el trabajo que nos dio el puñetero y lo difícil de sintonizar que en algunos momentos se
mostró.
Un viejo 50 pies, un buen barco que nos acogió
confortablemente, a pesar de las limitaciones que provocaron cierta falta de dedicación y mantenimiento, que
tratamos de paliar precipitadamente para poder hacer las 1.055 millas que nos
separaban de su casa.
Jose Manuel y yo llegamos a Valencia un lunes a media
mañana. En la Marina Real Juan Carlos I nos encontramos un barco triste y
sucio, algo reseco por el sol, la sal y la intemperie. Quizá no en exceso, pero a mí me produjo una
sensación de barco herido.
En cuanto subimos a bordo nos pusimos manos a la obra.
Primero una fregada general de la cubierta, reconocimiento interior de su motor (más joven que el barco), grifos
de fondo, sentina, pernos de la orza, bombas, funcionamiento de instrumentos,
elementos de seguridad, en fin, un montón de cosas, incluida una buena limpieza
interior. Más o menos lo que esperábamos.
El principal problema, en principio, era que el barco debía
pasar la ITB, algo que el armador rescatador trató de solventar a distancia en
cuanto se dio cuenta de este pequeño detalle. Por lo que el tema estaba
mediamente organizado a priori. Como el barco tenía la obra viva también sucia,
se trató por todos los medios de encontrar un hueco y un lugar donde poder
sacar el barco del agua para limpiarlo y
que el perito pudiera verle los bajos, algo difícil en estos momentos
álgidos de preparación de la temporada.
El armador había contactado con un buzo para que hiciera al
menos la limpieza indispensable, es decir: hélice, tomas de agua de
refrigeración, la pala del timón y un repaso a la línea de flotación, pero
sospechaba que eso no sería suficiente. Quedé con el buzo a primera hora de la
tarde, pero antes nos tomamos un respiro para picar algo y bebernos una cerveza
en un chiringuito del puerto. Después el buzo nos confirmó la cantidad de bicho que el barco tenía por
debajo.
Navegar con un barco sucio supone menos velocidad y por
tanto menor gobernabilidad y mayores tiempos, lo que en caso del uso del motor
significa mayor consumo y menor autonomía.
Al final del día, ya bien cansaditos de tantas cosas que hay
que preparar y revisar en un barco para una travesía, nos agasajamos con una
paella en un restaurante junto a la marina, en la playa de la Malvarosa.
Se consiguió, para el mediodía siguiente, que en el RCN de
Valencia nos suspendiesen el barco durante la hora de comer de los marineros sólo
para que lo inspeccionase el perito, que por cierto era un buen tío, pero no
podían pasarle un chorreón de agua a presión, por lo que Jose Manuel y yo,
provistos de unas espátulas de teflón compradas en un bazar chino, estábamos
dispuestos a limpiar todo lo posible durante ese tiempo.
El martes por la mañana repusimos el material de seguridad
caducado y algunas cosillas más que tardaron un poquito en llegar. Con la ayuda
de unos vecinos de pantalán franceses, que tenían coche, Jose Manuel se acercó
a hacer la compra de víveres. Una vez estibado todo sólo esperábamos a que
llegasen las últimas cosas que habíamos encargado en una náutica local y que
como he dicho se retrasaron un poquito. Desde el varadero me llamaron para
comunicarme que adelantaban la hora para levantar el barco, así que íbamos ya
un poco justos.
Desde la Marina Juan Carlos I, hasta el RCN de Valencia no
hay demasiada distancia por tierra, pero por mar hay que dar toda la vuelta a
los dos puertos comerciales, lo que supone algo más de 5 millas. Zarpamos y en
cuanto salimos por la bocana comprobamos que el barco no daba más de 5 nudos a
2.500 rpm. Eso nos llevaría, por tanto, aproximadamente una hora de navegación.
Con cierto agobio, pues no llegábamos a tiempo, nos ayudamos con el génova, ya
que la mayor aún había que relingarla, a
lo que hubo que sumarle que yo no iba por Valencia desde el siglo pasado,
cuando la base española de Copa América no eran más que dos contenedores en una
explanada junto al club náutico y no había construido casi nada de lo que hoy
es un gran puerto con cuatro bocanas, o sea que no lo conozco y tampoco
contábamos con cartucho de detalle en el plotter ni carta de la zona, razón por
la que casi nos confundimos de bocana.
Cuando finalmente llegamos al travel lift del RCN los
marineros ya se habían ido a comer y en el muelle nos esperaba pacientemente el
perito. Fue haciendo la inspección en el interior del barco y al poco pudimos
izar el barco. En cuanto bajamos, Jose Manuel y yo nos pusimos a rascar la obra
viva, llena de un duro caracolillo junto a coral rojo. Estaba realmente sucio y
así nos explicamos que no diésemos más de cinco nudos de velocidad.
Era muy posible que en la costa portuguesa nos encontrásemos
con viento norte, y con el casco así nos iba a costar mucho remontar.
A los cinco minutos alguien, que entiendo que era el
contramaestre, nos dijo que no podíamos hacer eso. No podíamos rascar el casco
durante el escaso tiempo que estaría el barco suspendido para la inspección ya
que no éramos socios del club. O sea, como el perro del hortelano que ni limpia
ni deja limpiar. Contrariados, pero sin rechistar, lo dejamos. Se bajó el barco,
y como el tema económico estaba arreglado por el armador, una vez terminado el
trámite de la ITB nos marchamos.
Nada que objetar a los marineros ni contramaestre del club
que cumplen órdenes de una directiva fenicia y pesetera sin un ápice de
solidaridad marinera. Si puedo evitarlo no vuelvo a poner el pie en el RCN de
Valencia.
Fuera de la bocana relingamos e izamos la vela mayor,
desplegamos el génova y pusimos rumbo a Cabo San Antonio con un viento de unos
17 nudos del través. Digo de unos porque ni el anemómetro ni la veleta
funcionaban.
Por detrás se iba echando encima un frente oscuro del que
pronto se descolgaron unos cuantos rayos. Nos alcanzó, arreciando el viento
hasta unos 25 nudos y empezó a llover. Atravesados a la mar la navegación fue
bastante incómoda, con mucha escora que nos obligó a ir reduciendo trapo hasta
quedarnos con medio génova y apenas un
triangulito de mayor.
Mal empezaba la travesía.
Sin haber tenido tiempo para comer, en esas condiciones la
cena se limitó a un par de sándwiches, pero en cuanto alcanzamos Cabo San
Antonio y doblamos Cabo La Nao pudimos ponernos popa a la mar y desplegamos
todo el génova, en una navegación ya más cómoda.
A partir de la media noche fue dejando de llover, aunque
seguían viéndose rayos alrededor y la temperatura era fresca. Con mar formada
navegábamos bien en popa, a buena velocidad a pesar del estado del casco.
Amaneció un día gris con un viento que seguía soplando en
torno a los 20 nudos de la popa, mientras hacíamos rumbo directo a Cabo de
Palos.
Jose Manuel, que cuando está a bordo tiene asumido el papel
de cocinero, se puso pronto con la cocina, con esos aromas embriagadores que
suben a cubierta cuando empieza con su alquimia, pues había ya ganas de una
comida caliente.
A primera hora de la tarde alcanzamos Cabo de Palos y el
cielo se abrió, dejándonos una tarde estupenda. Desde tierra se nos acercó otro
velero, aparejado con medio génova y media mayor, que en cuanto dobló el cabo
se puso paralelo a nosotros. En un principio andábamos más que él sólo con
nuestro génova, algo que me sorprendió gratamente, pero en cuanto atangonó y se
puso a orejas de burro empezó a planear en las olas y emprendió una huída hacia
adelante, dejándonos rápidamente atrás.
Según recortábamos millas hacia Cabo de Gata la mar se fue
moderando y el viento se entabló en torno a los 15 – 16 nudos. Desplegamos toda
la mayor y atangonamos también el génova en orejas de burro a media tarde. Un
poco después roló un poquito, arrumbando hacia Carboneras en una navegación
tranquila y placentera. Alcanzamos ese punto ya de noche y trasluchamos para
seguir paralelos a la costa del Parque natural de Cabo de Gata – Níjar el resto
de la noche, con algunos relámpagos en la lejanía que no nos llegaron a
afectar.
Empezó a clarear de nuevo el día mientras pasábamos el Cabo
de Gata y volvimos a trasluchar para arrumbar hacia el fondo del Golfo de
Almería, dentro del cual navegamos unas deliciosas millas con buena brisa y mar
plana hasta que nos aproamos para recoger velas y arribamos al Club de Mar de
Almería, donde esperaríamos a dos nuevos tripulantes.
Preguntamos allí si tenían travel lift para varar el barco,
pero no. Afortunadamente mi hermano, que vive en San José, me prestó un equipo
de buceo con el que pude solventar en gran parte el tema de la limpieza de la
obra viva. Tras tres horas de inmersión, espátula en mano, pude despojar de
caracolillo y coral casi todo el casco, excepto parte de la orza y el bulbo,
pues se me acabó el aire de la botella y empezaba a estar cansado y arrugado
como una pasa.
Nos fuimos a picar algo y después cayó una merecida siesta,
aunque no duró demasiado pues seguía habiendo cosas que hacer en el barco.
También repusimos el reflector de radar que se soltó de la jarcia durante la
primera noche.
Al final de la tarde llegó uno de los tripulantes que
esperábamos, Jesús, miembro antiguo de
la tripulación, y nos fuimos a cenar. Por la noche, al volver al barco llegó la
cuarta tripulante, Carmela, que ya
navegó también con nosotros en varias travesías.
El jueves amaneció un día espléndido y en cuanto hicimos una
nueva compra de vituallas y liquidé con la marina zarpamos. Con una buena brisa
portante y mar rizada dejamos el Golfo de Almería. Se notaba el repaso de la
obra viva y el barco navegaba más aliviado y ligero.
Sol, música, buena compañía, buena brisa y buena mar, todo
parecía perfecto. Al dejar el Golfo arreció un poco el viento y navegamos en
popa a rumbo directo hacia Punta Europa, en un principio con el génova y la
mayor a una banda, más tarde atangonamos el génova a orejas de burro.
Un
comidita ligera pero sabrosa y la compañía de los delfines… pero a la hora de
la siesta, en un pequeño bandazo, descubrimos que salió agua entra las panas
del suelo en el interior de la cabina. Levantamos para descubrir la sentina
llena de agua, incluso la del motor. Repaso rápido a todos los grifos de fondo
y bocina del eje, hasta que la probé y pufff!, era dulce, menos mal.
Lo primero
que pensé es que con el bandazo se había desbordado alguno de los depósitos de
agua dulce por su tapa de registro.
Este barco tiene depósitos suplementarios de agua que se
añadieron para el cruce del Atlántico, uno en proa, que vaciamos para
aligerarla, dos en las bandas en el centro del barco y otro grande en popa, en
total unos 700 litros.
Con el movimiento la bomba de achique no servía, aunque al
principio pensamos que no funcionaba bien y la desmontamos y la probamos pero
iba bien, así que nos pusimos a achicar a mano compartimento por compartimento,
siendo más complicado el del motor, hasta que lo dejamos completamente seco. Un
pequeño susto y trabajo extra, pero nada más.
Revisamos los depósitos (por supuesto no había indicadores
de nivel). El de popa estaba lleno, pero los centrales, que están comunicados
entre sí, apenas tenían un fondo de agua. No habíamos consumido casi 300 litros
de agua ni de coña, así que la cosa apuntaba a que uno de los dos, o los dos,
perdía. Cambiamos las llaves para tirar del de popa y lo dejamos estar.
Llegó el crepúsculo y continuamos navegando a orejas de
burro durante toda la noche. Las baterías empezaban a estar algo bajas y
aprovechando que amainó bastante el viento al entrar la noche nos apoyamos en
el motor.
Por la mañana, la concentración de petroleros y mercantes
alrededor (aunque menos que en otras ocasiones) nos indicaba la proximidad del
Estrecho y pronto empezamos a distinguir el peñón entre la bruma por la amura
de estribor.
Trasluchamos frente a Punta Europa para dirigirnos a Gibraltar y tras la tradicional yincana
entre petroleros y buques nodriza amarramos en la gasolinera para rellenar el
tanque. Después nos dirigimos a la vecina Marina Alcaidesa, en La Línea, donde
amarraríamos hasta el día siguiente. Es que tenía que comprar tabaco…
Comida rica en la Línea y mucho caminar. Hubo siesta a bordo
pero no duró mucho, pues descubrimos que la sentina volvía a estar llena de
agua, aún dulce. Casi desmontamos todo el interior para achicar aquí y allá, al
tiempo que buscábamos de dónde salía toda esa agua, o es que acaso había
brotado un manantial a bordo.
Nos pasó la tarde enfaenados y a última hora tres de nosotros
nos fuimos de paseo a la colonia británica. Es que tenía que comprar
tabaco… pero no, porque me cerraron el
kiosko en las narices. A la osho ocló clóse, ea, como manda su grasiosa
mayestí.
Nos dimos una vuelta por un pueblo desierto, salvo por los
numerosos judíos ortodoxos que parecía que lo habían tomado en previsión de que
se les acabe el chollo en Palestina, y los más genuinos británicos que se
concentraban en los pubs.
Cansados de tanto andar, nos volvimos al barco donde nos
esperaba Jose Manuel con una magnífica cena. Creo que tallín con arroz, como
siempre suficiente para toda la tripulación del Juan Sebastián Elcano, y además
buenísimo. Después sesión cine en el salón Acapulco con una buena peli que el
propio Jose Manuel nos buscó en su tableta, acompañado de unos mojitos que
Jesús preparó, recolectando la hierba buena de la plantación de a bordo. Mala
vida la del navegante… pero a pesar de las apariencias, en realidad en esta
recalada, lo que se dice descansar, no descansamos.
A las 09:00 h(una hora menos unos metros más allá), hora de
apertura de la oficina, estábamos ya amarrados en el muelle de espera, y eso
que antes me había ido hasta la colonia y vuelto. Es que tenía que comprar
tabaco… y a pesar de que era domingo, hubo
suerte y ese kiosko abría.
La mañana estaba lluviosa, con buen levante que nos empujó a lo largo del Estrecho y más
allá, mejorando el tiempo según nos fuimos alejando del Estrecho.
Navegamos en
popa a rumbo directo hacia Cabo San Vicente, con un viento de entre 15 y 18
nudos. Cuando dejamos atrás Isla Tarifa trasluchamos para amurarnos a estribor
y en principio atangonar el génova a orejas de burro.
Aquí el piloto
automático, excesivamente sensible al trimado de las velas y con 10 rangos de
respuesta, se volvió loco, pegando correcciones de hasta 50 grados a cada
banda, llegando incluso a hacernos trasluchar. Es extraño pues ni el viento ni
las olas eran excesivos y la configuración de velas a orejas de burro es de las
más estables, con vela a ambas bandas centra el centro de empuje velico. Lo intentamos todo, aumentar el rango de
respuesta al máximo, que fue peor. Reducirlo casi al mínimo, con lo que se
estabilizó un poco más, pero al rato volvimos a hacer eses. Desatangonamos el
génova para amurarlo a la misma banda que la mayor, redujimos mayor hasta
quitarla del todo y navegar sólo tirados por el génova, pero navegábamos lentos
y era una pena desaprovechar ese buen viento de popa que sabíamos que más
adelante se iba a acabar, así que volvimos a desplegar toda la vela,
atangonando de nuevo el génova y, harto del piloto, decidimos llevarlo a mano.
Iban a empezar las guardias y sería un latazo, pero…
Al entrar la noche el viento se vino abajo y encendimos el
motor, recogiendo el génova y dejando la mayor, con lo que pudimos volver a
conectar el piloto automático.
Al día siguiente, estando ya a la vista de Punta Sagres, en
el Algarve portugués, tuvimos una brisa que nos animó a desplegar el génova,
pero pronto fue rolando hacia la proa al tiempo que arreciando. Aguantamos un
poco, variando el rumbo hacia tierra pero finalmente volvimos a recoger y a
encender el motor para arrumbar directamente hacia Punta Sagres y Cabo San
Vicente, que doblamos por la tarde, pasando justo pegados al espectacular faro.
Después de variar varios grados el rumbo para apuntar la
proa hacia Cabo Espichel la brisa seguía viniendo de proa y con el crepúsculo
casi desapareció. Afortunadamente la mar estaba muy tranquila, avanzando bien a
motor durante toda la noche y a ratos ayudados por las velas para aprovechar la
brisa que se había abierto los grados suficientes para permitirnos hacer rumbo
directo hacia Cascáis, a donde arribamos al mediodía. Estábamos cumpliendo bien
los tiempos.
Repostamos gasoil nada más entrar y a continuación nos
dirigimos al amarre que nos asignaron. Sin perder tiempo fuimos a comer a un
pintoresco chiringuito cercano a la marina. Como no, bacallau grelhado. Muy
bueno.
Después de comer, Carmela y Jose Manuel desembarcaron (cada
uno a su manera J)
y cogieron el tren a Lisboa para volver a casa. El trabajo los reclamaba.
Jesús y yo aprovechamos la tarde para también coger el tren
e ir al Village de la Volvo Ocean Race. La verdad es que me pareció un triste
parque de atracciones, además no estaba prevista la llegada de los barcos hasta
primera hora del día siguiente. Una lástima, por los pelos.
Cansados, al anochecer volvimos al barco y de nuevo a
achicar la sentina, algo que ya se había convertido en una rutina en esta
travesía. A última hora llegó un nuevo tripulante, Nikos, con el que ya
habíamos compartido millas antes.
Un pequeño incidente con la corriente del pantalán estuvo a
punto de causar un ligero rifi-rafe con unos vecinos ingleses, gorditos y
sonrosados ellos, a bordo de un Swan, pero no llegué a calentarme lo
suficiente, en parte gracias a la templanza de Jesús.
Amaneció un día brillante y tranquilo, a pesar de haber
estado soplando fuerte durante la noche. Aún así la meteo no pronosticaba nada
bueno para la remontada del resto de costa portuguesa. Nada fuerte, pero viento
del norte hasta Galicia. Aquí se vería si la limpieza del casco había sido la
suficiente.
Salimos por la bocana, sólo una hora y pico antes nos
hubiéramos cruzado con el Azzam Abu Dhabi de la Volvo Ocean Race ¡kachiss! y
desplegamos la mayor para ayudar al motor y estabilizar, porque aunque en
principio la mar estaba tranquila, el hecho de que portase la mayor o no, podía
significar un nudo más o un nudo menos, a veces más.
Al poco de haber dejado atrás Cabo Raso viramos hacia el
norte, a rumbo para pasar entre las Islas Berlengas y Cabo Carvoeiro, dejando
pronto el Cabo da Roca por estribor.
Alcanzamos el estrecho entre las islas y tierra al atardecer
y la verdad es que las condiciones estaban siendo mejores de lo esperado,
incluso el viento roló los grados suficientes para permitirnos hacer rumbo
directo al sur de Galicia. Aún así la tripulación empezaba a alicaerse.
Para la comida les hice un arroz Prestige (arroz meloso con
calamares en su chapapote), cuya técnica aprendí de Jose Manuel y que ayudó a
asentar los estómagos, pero por la noche sólo les entró una tortillita francesa
con queso y monyó (dícese del jamón cocido de la zona de York), y menos mal.
No obstante todos cumplimos con nuestras guardias
religiosamente, una guardia de tres horas cada uno y además la noche fue
tranquila. Un pajarito pidió posada y, exhausto aterrizó, se acurrucó, durmió toda la noche, aligeró sus intestinos y con fuerzas renovadas voló. En mi opinión estaba yendo “demasiado” bien.
La mañana siguiente continuó tranquila, pero al mediodía
empezó a animarse, in crescendo olas y viento sin prisa pero sin pausa a lo
largo de la tarde.
A la puesta de sol la cosa ya estaba bastante incómoda, el
viento pasaba de los 25 nudos y las olas
nos ralentizaban bastante. Nos estaba costando alcanzar la costa gallega.
Cuando por fin entramos en aguas españolas nos encontrábamos ya bastante cerca
de tierra y el viento superaba los 30 nudos y la mar se había encrespado mucho,
dejándonos en ocasiones casi parados.
Con la escora la aguja del el indicador del gasoil rebotaba contra el mínimo y dado nuestro
penoso avance me hacía dudar de que tuviésemos suficiente combustible para
llegar hasta Bayona. La intención inicial en esta etapa era navegar del tirón
hasta La Coruña, pero dadas las condiciones de viento norte desde la salida y a
la vista del indicador de combustible, decidimos recalar en Bayona para
repostar, pues en el MRCY de Bayona la gasolinera está abierta las 24 horas.
Nikos, dado que nos estábamos retrasando, decidió cambiar su vuelo de vuelta y
bajarse en Bayona.
Aún nos faltaban unas cuantas horas para poder meternos en
la Ría de Bayona y dada la pinta que tenía la cosa, preparé la maniobra y
desplegué aproximadamente un tercio del génova, cazamos escota y en cuanto puse
punto muerto para comprobar cómo andábamos a vela el motor se apagó. Intenté
volverlo a encender por si lo había apagado accidentalmente pero no volvió a
arrancar.
Sin duda, con el poco gasoil que quedaba y la escora, se había
descebado. Mala cosa.
Montones de veces he hecho el recorrido entre Cascáis y
Bayona, incluso sólo a motor y me extrañó que en este caso nos hubiéramos
fundido casi 240 litros en poco más de 36 horas, cuando veníamos consumiendo
una media de 4,3 L/h.
Una de dos: o el depósito no tenía realmente capacidad para
240 L, poco probable, o los problemas de respiración del depósito hicieron que
almacenase más aire del que ya parecía cuando repostábamos, pues en seguida
escupía gasoil. Y eso que lo echaba poco a poco para que asentasen las
burbujas.
El caso es que nos quedamos sin motor, con más de 30 nudos
de viento de proa y una mar considerable en un barco poco ceñidor.
Por supuesto el piloto automático, en estas condiciones, no
resultaba operativo, así que la situación era la siguiente: de noche,
gobernando a mano con las condiciones dichas, haciendo un ángulo contra el
viento de unos 45-50 grados como mucho. Sin indicador de ángulo de viento, sin
poder ver las velas tapadas por la capota, sin sensibilidad en la rueda del
timón, pues la trasmisión del timón era mediante servo en vez de sector y
guardines, y con una tripu que estaba para pocos trotes. Era gobernar a ciegas y
sin tacto, por lo que no se podían coger bien las olas, alguna de las cuales
nos ponía mirando a Cuenca con la correspondiente escora y su roción de agua
fría por encima, dejándonos casi parados.
Navegando en una zona que parecía un campo de minas, llena de palangres
y sabiendo que había que librar los bajos del Lobo de Silleiro, que siempre
resultan complicados viniendo desde el sur.
Al cabo de unas horas la situación era bastante
descorazonadora, el cansancio ya hacía mella y se me empezaban a agarrotar la
espalda y el cuello. Remontábamos penosamente alternando bordadas hacia el mar
y hacia tierra. A pesar de todo quiero destacar lo bien que respondió la tripu
que estuvo dándole a las escotas y a los winches durante toda la noche sin
quejarse. Además, como el gps-plotter (sin cartucho de detalle) estaba dentro,
de vez en cuando Nikos tenía que bajar para darme información, con el caos que
reinaba en el interior, donde el agua de la sentina desbordaba con la escora,
amén de la que entraba por distintos puntos de cubierta.
En vista de lo cual, Nikos tuvo que volver a cambiar su
billete de vuelta.
Pensando en todas las posibilidades, en algún momento me
plantee dar media vuelta y navegar en popa hasta el puerto más cercano, Viana
do Castelo, pero suponía perder unas millas que tanto nos estaba costando
remontar, además de que para llegar al puerto de Viana hay que remontar un trozo
de río que sin motor es, cando menos, difícil. Así que había que hacer de
tripas corazón y tirar para adelante.
Con el amanecer la cosa resultó más fácil, pudiéndole coger
el ritmo a las olas la velocidad y el ángulo mejoraron notablemente. Una última
bordada para librar los bajos de Silleiro, ya bajo la bonita luz de la mañana y
por fin hacia el interior de la Ría de Bayona navegando a un
descuartelar-través a toda velocidad.
Toda la noche para ir desde la desembocadura del Miño hasta
la entrada de la Ría de Bayona, unas 19 millas en línea recta. De vez en cuando
la mar nos recuerda con quien estamos tratando.
Fondeamos a vela en la dársena de Bayona con intención de
cebar el motor con el fondo de gasoil que quedaba, pero el cansancio hizo que no encontrara el cebador, que si
llega a ser un perro me muerde, pues lo tenía delante. Levamos ancla y a vela
atracamos en el pantalán de espera del M.C.Y. de Bayona, donde fuimos a por un
bidón de gasoil y Jesús, que si encontró el cebador, consiguió cebarlo y al
primer intento arrancó. Nos dirigimos a la gasolinera y después a un amarre.
Nikos primero y Jesús más tarde, desembarcaron en Bayona
pues se les había echado el tiempo encima. A última hora de la tarde volvió a
embarcar Jose Manuel acompañado de su
sobrino Aaron. Había que descansar y zarparíamos de nuevo a la mañana siguiente
para atacar el último tramo hasta La Coruña, no sin antes darnos un homenaje
con una magnífica cena.
El sábado hizo un día magnífico y la predicción era
totalmente distinta a lo que nos habíamos encontrado el jueves. Mar llana, como
pocas veces, con brisas del NW que irían rolando al W. Perfecto para rematar una
travesía con cansancio acumulado.
Salimos de la Ría de Bayona por el canal de Estelas, que la
une a la Ría de Vigo, rumbo a pasar por dentro las Islas Cíes, que estaban
resplandecientes. Más tarde, dejando las Islas Ons, Onza y Sálvora por
estribor, abrimos el rumbo para librar los bajos de Corrubedo, a ojo.
Había una ligera bruma, provocada por la fresca brisa del
NW, pero un día espléndido y tranquilo que nos permitió navegar
despreocupadamente. Cuando tuvimos el faro de Corrubedo por el través apuntamos
ya hacia Cabo Finisterre que poco a poco fue haciéndose grande por nuestra proa.
El Cabo presentaba la estampa de no haber roto un plato, más
arriba del cual se notó un poquito más la marejadilla, pero lo más destacable
al atardecer fue el grado de humedad, cada vez más alto, que hizo aconsejable
el traje de aguas para la noche.
Empezó a anochecer al paso de Cabo Villano y a primera hora
de la madrugada doblamos la última esquina, Islas Sisargas, para poner rumbo a
la luz de la Torre de Hércules que nos hacía guiños desde la lejanía.
En ese
tramo, bajo el foco de la luna, aumentó la brisa que, entrando por la aleta de
estribor, nos permitió desplegar el génova y navegar rápidos hacia nuestro
destino. Parecía que el “Percheo” tenía prisa por llegar a casa.
A eso de las cinco de la madrugada nos adentramos en la Ría
de La Coruña, coincidiendo con la salida de un petrolero, dos remolcadores y el
barco del práctico.
Una novedad que me extraño un poco, la nueva señalización a
la entrada del Puerto de La Coruña, en el extremo del espigón, donde además del
la tradicional farola verde han colocado un luminoso verde chillón que se
enciende y apaga formando un arco, dando la sensación de que llegas a un
puticlub.
Y, por fin, a las seis amarrábamos en la marina de Oza, al
fondo de la Ría de La Coruña, dando por finalizada una laboriosa travesía, muy
agradable en su conjunto, salvo quizá por la primera noche y sobre todo la
penúltima que ahora ya quedan como una de esas singularidades por las que se
recuerdan las travesías.
Gracias a la tripulación: Jose Manuel, Jesús, Carmela, Nikos
y Aron con los que siempre da gusto compartir millas y a mi hermano, que nos
resultó de buena ayuda en la escala de Almería.
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